lunes, 14 de marzo de 2011

Sangre




Cuando la luna descubrió la sangre, las sombras ya habían ocultado al asesino...
Carlos Alvarado Ugalde


Esta historia empieza como toda historia de amor. Éramos los dos jóvenes: ella misteriosa y suave, y yo poeta loco, tonto y enamorado.

De noche y a la luz de la luna bordaba en versos la añoranza de sus besos. ¿Que si la amaba? ¡Habría muerto por ella! Y ella... Ella juraba amarme. ¿Qué historia ha habido más bella que la que empezó en una caricia de sus labios de ángel? ¿Qué cuento más ridículamente tierno que el que mis manos tejían con su aliento?

¡Ah! ¡Cómo adoraba ella mis brazos de hombre! ¡Cómo juraba que en su mente estaba sólo mi nombre!

Y luego.. Luego no sé bien qué pasó.
Una noche llegó ella a mi puerta, vestida de blanco y sobre un blanco caballo. ¡Qué terriblemente bella se veía esa noche! Las estrellas y la angustia brillaban en el carbón de sus ojos, sus mejillas morenas ardían de esfuerzo, y sus labios entreabiertos...

Esa noche sus labios pronunciaron las palabras fatales. En una frase llenó de helado viento mi pecho y paralizó mi razón.

Que se iba, que no volvería a verme, que la olvidara y siguiera viviendo...

Así como llegó, se fue. Jaló las riendas y el caballo giró con ella sobre el lomo.

Yo no la seguí... Me quedé clavado en el piso, parado bajo un cielo que, de repente, se había quedado sin luna... La oscuridad me cubrió como único abrigo, me envolvió y me llenó, así como lo había hecho el frío.

Pasé semanas quemando mis versos, buscando en el fuego el calor que se había ido junto con ella a lomos del caballo.

Ayer hizo un mes de esto.
Fui a su casa armado con un cuchillo de plata. Sus ojos se abrieron redondos al verme al lado de la cama. Los de él, los de su esposo, me miraban con miedo, con odio, con desprecio.. ¡Ah! ¡Si supiera él lo que yo leí en las pupilas de su mujer!

Clavé el metal sobre el encaje de su bata, porque quería ver si por dentro ella también estaba helada. De la herida brotó una cascada de cálidos rubíes que se filtraban entre mis dedos, como agua tibia en las manos del sediento. La sangre empapaba de calor y traición su camisón y mis mangas. Por un instante me sentí vivo de nuevo, y después huí, me escondí en una vieja casa en la montaña.
Entonces, un rayo plateado iluminó el piso cerca de la ventana... Podría haberme entregado a la luna en ese instante, pero las sombras, una vez más, me rodeaban y protegían de su mirada.